La buscaba por
cualquier parte, en los rincones, en los cajones, debajo de la cama. Miraba con
atención todo lo que la rodeaba, esperaba encontrar lo que tanto buscaba: Su
pulsera de la suerte.
Jazmín era bastante despistada, no era la primera vez que
extraviaba algo, pero esto era distinto. La perdida de la pulsera, la
inquietaba, la preocupaba, incluso la angustiaba. La cuidaba como oro en polvo.
Se la había regalado su madrina cuando tenía 10 años.
Jazmín
sostenía que en todo momento le daba suerte, decía que con ella había logrado
ingresar al instituto de artes dramáticas, aprobar exámenes y lograr cualquier
cosa que tuviera en mente. Asimismo, afirmaba que el día que se la olvidaba
pasaban cosas malas, como aquel día que se le rompió la llave del edificio y
tuvo que esperar al cerrajero 8 horas, ya que era feriado.
Cada día que pasaba era
eterno, no la encontraba, dudaba, pensaba, buscaba y no había ningún rastro de
ella, era como si nunca hubiera existido. La invadían los recuerdos, era como
otra extensión de su cuerpo, le era imprescindible. Para muchos era exagerada,
pero Jazmín hablaba de ella como si fuera un ser humano de carne y hueso.
En el único lugar que no había buscado era en sus ojos.
Si, sus ojos. Eran su fuente de recuerdos, en ellos se traslucía su mundo, sus sueños, sus miedos,
su vida. Jazmín decidió mirarse al espejo y buscar, buscarse, indagar,
investigar. Ahí estaba, en una vieja mesa de algarrobo, al lado del velador. La
estaba por agarrar pero de pronto todo se hizo difuso, sus ojos se tornaron grises, era como si se
hubiese perdido en el caleidoscopio de la vida, en una ilusión, en un oasis o
desierto de recuerdos. Jazmín pensaba
que todo lo que ella quería con el corazón era eterno, descubrió que para
volver a ver no era necesario encontrar a la pulsera, sino contemplar un mundo nuevo.